Nubia- Suspenso Mágicko

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black gold

Sinopsis:

Una red de trata de personas ingresa jóvenes mujeres procedentes de África en Nueva York. Una de ellas escapa y comienza una feroz cacería humana. En la desesperada defensa de su vida la muchacha pone en juego recursos insospechados. La organización de traficantes incluye miembros situados en altas esferas de poder que aprietan el cerco en torno a la joven.

Un vibrante thriller del género noir que te mantendrá en vilo desde su comienzo hasta su dramático final.

Extracto:

Prólogo

 

La muchacha echó a correr  sin osar mirar hacia atrás; como los zapatos de altos tacos le impedían tomar velocidad  con un rápido gesto se los quitó y continuó su carrera descalza, desplazándose sobre el frío pavimento de la oscura calle de Harlem. Oía tras de sí el ruido de sus perseguidores, tres o cuatro fornidos africanos que habían participado de la horrible escena que estaba dejando atrás. Sacudió la cabeza tratando de alejar el recuerdo reciente que la había shockeado en grado extremo. Su ritmo era sumamente veloz, propio de una mujer nacida y criada en las estepas del África y que había corrido desde niña a la par de sus hermanos varones. Sabía que los pesados sabuesos humanos que la perseguían no podrían darle caza y que la distancia que los separaba se ampliaba a cada segundo. También lo sabían sus perseguidores, ya al extremo de sus fuerzas y de sus posibilidades respiratorias. Se oyeron varios gritos que los hombres intercambiaban entre sí y Alimah tembló sabiendo que ordenes estaban dando; sin perder el ritmo se preparó para lo que iba a venir. Tres detonaciones sonaron reverberando por el estrecho callejón. La mujer cerró los ojos esperando el resultado de los disparos. Sintió un dolor profundísimo y lacerante en el hombro derecho. Sabía que la bala le había entrado por detrás y salido por la parte frontal del hombro por lo que la pérdida de sangre sería doble; trastabilló momentáneamente pero pudo recuperar el paso. La cara de su padre transitó fugazmente por su mente. Sabía que el viejo guerrero estaría en algún lado orgulloso de su hija.

Los pensamientos a partir de ese momento comenzaron a deshilacharse y aunque las piernas aún respondían a algún centro de voluntad sobre el que ya no tenía control, su cerebro se oscureció y Alimah se desvaneció. Su cuerpo aun llevado por la inercia recorrió varios pasos más y finalmente rodó entre unos tachos de basura, produciendo en su caída un gran estrépito. Un frío glacial comenzó a invadir su cuerpo.

En su mente enfebrecida y delirante desfilaron los últimos acontecimientos, inmediatamente previos a la persecución. Lo que su psiquis había estado esquivando recordar cuando huía para evitar que su peso la aplastara, ahora retornaba a su memoria, desprovista de la protección de la voluntad. La imagen de Samwarit, la bella muchacha etíope con la que habían intentado la fuga de manos de sus captores apareció claramente en su memoria, así como la de Jemal, el jefe aparente de los tratantes de personas en cuyo poder habían caído por la traición del capitán del barco que los había traído hasta Nueva York. Recordó la travesía de veinticinco días desde el lejano puerto sobre el Mar Rojo,  cercano a Port Sudán pero desprovisto de todo control de las autoridades. Viajaban veinte mujeres etíopes, eritreas, sudanesas y somalíes, todas jóvenes y bellas, en lo que sin lugar a dudas era un tráfico humano relacionado con la prostitución. Todas estaban constreñidas a permanecer en dos contenedores mugrientos dentro de los cuales a veces debían hacer sus necesidades fisiológicas, y de los cuales sólo se les permitía salir a tomar aire en cubierta cuando el barco se hallaba lejos de la costa y fuera de rutas marítimas concurridas.

Al llegar a su destino las habían ingresado en el puerto de Nueva York dentro de los contenedores, y las fueron a buscar a la noche sacándolas de la zona portuaria y llevándolas a lo que luego sabrían que era el Harlem. Como la zona era patrullada insistentemente por la policía de la ciudad, prácticamente no podían salir del miserable depósito abandonado en que las habían recluido.

Mientras que la mayoría de las muchachas estaban aterradas y se movían como zombis al compás de las órdenes de los hombres que las tenían aprisionadas, Alimah y Samwarit desde el primer momento estuvieron buscando la oportunidad para escapar de su encierro. Había transcurrido ya casi un mes desde su llegada clandestina a Nueva York, y algunas de las mujeres habían sido vendidas a quien sabe que sórdida organización de tratantes, y no habían regresado jamás. Las mujeres recibían sólo un baño y ropas decentes cuando eran exhibidas a ignotos compradores y entregadas a sus nuevos amos.

Un día todas las jóvenes se despertaron un medio de un gran alboroto proveniente de la planta baja del derruido depósito, con gritos de hombres, ruidos de cosas rotas y finalmente disparos y gemidos. Una banda rival había atacado las premisas con el objeto de echar a los recién llegados de lo que consideraban su coto de caza.

Alimah tomó la mano de Samwarit y la llevó por las sucias escaleras que conducían abajo. En los peldaños inferiores yacía uno de los captores agonizante, un negro gigantesco con el rostro y los fornidos brazos llenos de tatuajes. Aún conservaba una navaja en la mano. Amilah empujó con el pie el cuerpo hacia abajo para liberar la escalera y al pasar junto a él tomó el cuchillo en sus propias manos. Sanwarit siempre la seguía tomándose de su falda. En uno de los corredores de la planta baja yacía otro de los secuestradores, con varios impactos de bala en su pecho. La puerta del depósito que daba al callejón se hallaba entreabierta, pero otro cuerpo bloqueaba la entrada. Las dos mujeres saltaron sobre el cadáver y salieron por fin a la ansiada libertad. Corrieron hacia una de las esquinas bajo la vacilante luz del alumbrado y la sangre se les congeló cuando vieron a otro de los matones aparecer dando vuelta a la esquina a menos de cinco pasos de ellas. El hombre quedó aun más sorprendido que las mujeres y no atinó a actuar. Sin vacilar un instante Amilah clavó la afilada daga en su vientre y el hombre se desplomó pesadamente.

Las dos muchachas corrieron desesperadas intentando poner distancia con el sitio de su encierro pero pronto oyeron voces que les resultaban conocidas.

 

 

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Una red de trata de personas ingresa jóvenes mujeres procedentes de África en Nueva York. Una de ellas escapa y comienza una feroz cacería humana. En la desesperada defensa de su vida la muchacha pone en juego recursos insospechados. La organización de traficantes incluye miembros situados en altas esferas de poder que aprietan el cerco en torno a la joven.

Un vibrante thriller del género noir que te mantendrá en vilo desde su comienzo hasta su dramático final.

Extracto:

Prólogo

 

La muchacha echó a correr  sin osar mirar hacia atrás; como los zapatos de altos tacos le impedían tomar velocidad  con un rápido gesto se los quitó y continuó su carrera descalza, desplazándose sobre el frío pavimento de la oscura calle de Harlem. Oía tras de sí el ruido de sus perseguidores, tres o cuatro fornidos africanos que habían participado de la horrible escena que estaba dejando atrás. Sacudió la cabeza tratando de alejar el recuerdo reciente que la había shockeado en grado extremo. Su ritmo era sumamente veloz, propio de una mujer nacida y criada en las estepas del África y que había corrido desde niña a la par de sus hermanos varones. Sabía que los pesados sabuesos humanos que la perseguían no podrían darle caza y que la distancia que los separaba se ampliaba a cada segundo. También lo sabían sus perseguidores, ya al extremo de sus fuerzas y de sus posibilidades respiratorias. Se oyeron varios gritos que los hombres intercambiaban entre sí y Alimah tembló sabiendo que ordenes estaban dando; sin perder el ritmo se preparó para lo que iba a venir. Tres detonaciones sonaron reverberando por el estrecho callejón. La mujer cerró los ojos esperando el resultado de los disparos. Sintió un dolor profundísimo y lacerante en el hombro derecho. Sabía que la bala le había entrado por detrás y salido por la parte frontal del hombro por lo que la pérdida de sangre sería doble; trastabilló momentáneamente pero pudo recuperar el paso. La cara de su padre transitó fugazmente por su mente. Sabía que el viejo guerrero estaría en algún lado orgulloso de su hija.

Los pensamientos a partir de ese momento comenzaron a deshilacharse y aunque las piernas aún respondían a algún centro de voluntad sobre el que ya no tenía control, su cerebro se oscureció y Alimah se desvaneció. Su cuerpo aun llevado por la inercia recorrió varios pasos más y finalmente rodó entre unos tachos de basura, produciendo en su caída un gran estrépito. Un frío glacial comenzó a invadir su cuerpo.

En su mente enfebrecida y delirante desfilaron los últimos acontecimientos, inmediatamente previos a la persecución. Lo que su psiquis había estado esquivando recordar cuando huía para evitar que su peso la aplastara, ahora retornaba a su memoria, desprovista de la protección de la voluntad. La imagen de Samwarit, la bella muchacha etíope con la que habían intentado la fuga de manos de sus captores apareció claramente en su memoria, así como la de Jemal, el jefe aparente de los tratantes de personas en cuyo poder habían caído por la traición del capitán del barco que los había traído hasta Nueva York. Recordó la travesía de veinticinco días desde el lejano puerto sobre el Mar Rojo,  cercano a Port Sudán pero desprovisto de todo control de las autoridades. Viajaban veinte mujeres etíopes, eritreas, sudanesas y somalíes, todas jóvenes y bellas, en lo que sin lugar a dudas era un tráfico humano relacionado con la prostitución. Todas estaban constreñidas a permanecer en dos contenedores mugrientos dentro de los cuales a veces debían hacer sus necesidades fisiológicas, y de los cuales sólo se les permitía salir a tomar aire en cubierta cuando el barco se hallaba lejos de la costa y fuera de rutas marítimas concurridas.

Al llegar a su destino las habían ingresado en el puerto de Nueva York dentro de los contenedores, y las fueron a buscar a la noche sacándolas de la zona portuaria y llevándolas a lo que luego sabrían que era el Harlem. Como la zona era patrullada insistentemente por la policía de la ciudad, prácticamente no podían salir del miserable depósito abandonado en que las habían recluido.

Mientras que la mayoría de las muchachas estaban aterradas y se movían como zombis al compás de las órdenes de los hombres que las tenían aprisionadas, Alimah y Samwarit desde el primer momento estuvieron buscando la oportunidad para escapar de su encierro. Había transcurrido ya casi un mes desde su llegada clandestina a Nueva York, y algunas de las mujeres habían sido vendidas a quien sabe que sórdida organización de tratantes, y no habían regresado jamás. Las mujeres recibían sólo un baño y ropas decentes cuando eran exhibidas a ignotos compradores y entregadas a sus nuevos amos.

Un día todas las jóvenes se despertaron un medio de un gran alboroto proveniente de la planta baja del derruido depósito, con gritos de hombres, ruidos de cosas rotas y finalmente disparos y gemidos. Una banda rival había atacado las premisas con el objeto de echar a los recién llegados de lo que consideraban su coto de caza.

Alimah tomó la mano de Samwarit y la llevó por las sucias escaleras que conducían abajo. En los peldaños inferiores yacía uno de los captores agonizante, un negro gigantesco con el rostro y los fornidos brazos llenos de tatuajes. Aún conservaba una navaja en la mano. Amilah empujó con el pie el cuerpo hacia abajo para liberar la escalera y al pasar junto a él tomó el cuchillo en sus propias manos. Sanwarit siempre la seguía tomándose de su falda. En uno de los corredores de la planta baja yacía otro de los secuestradores, con varios impactos de bala en su pecho. La puerta del depósito que daba al callejón se hallaba entreabierta, pero otro cuerpo bloqueaba la entrada. Las dos mujeres saltaron sobre el cadáver y salieron por fin a la ansiada libertad. Corrieron hacia una de las esquinas bajo la vacilante luz del alumbrado y la sangre se les congeló cuando vieron a otro de los matones aparecer dando vuelta a la esquina a menos de cinco pasos de ellas. El hombre quedó aun más sorprendido que las mujeres y no atinó a actuar. Sin vacilar un instante Amilah clavó la afilada daga en su vientre y el hombre se desplomó pesadamente.

Las dos muchachas corrieron desesperadas intentando poner distancia con el sitio de su encierro pero pronto oyeron voces que les resultaban conocidas.