“La Hechicera”

Género: suspenso romántico paranormal

 

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Extracto:

Prólogo

 

Kenia- Hace veinte años

 

 

Kinjia observaba aprensivamente los acontecimientos que la rodeaban. Se encontraba con otras seis muchachas a quienes no conocía, todas vestidas con ropas que nunca habían poseído antes, con joyería tribal deslumbrante pero que jamás habían usado con anterioridad y con sus cabellos trenzados en largas rastas.

Cada una de ellas había sido alejada de su familia una semana antes, tiempo durante el cual no habían visto más que caras extrañas. En el caso de Kinjia lo último que recordaba de sus familiares era el rostro bañado en lágrimas de su hermana mayor. Sus padres habían ignorado sus preguntas sobre el propósito de aquel acontecimiento.

Todas las muchachas eran vírgenes de edades entre los catorce y los dieciséis años, y eran la flor del poblado de la etnia Kikuyu situado en un rincón remoto de condado Baringo, en un paraje desértico en el que las tribus apenas sobrevivían del producto de la tierra, en un contexto de pobreza generalizado.

Kinjia jamás había estado fuera del poblado, ya que las muchachas eran estrictamente controladas hasta la edad en que contraerían matrimonio, con sus libertades restringidas al máximo, a diferencia de los muchachos de su misma edad que acompañaban a sus padres en sus labores en los campos o salidas de caza, que a veces tenían consecuencias mortales.

Kinjia era afortunada porque su familia no practicaba los salvajes ritos de mutilación femenina, en el que se llevaba a cabo la ablación de algunos órganos genitales, entre ellos el clítoris, para asegurar la pureza de las jóvenes hasta el casamiento. Como el ritual era llevado a cabo por curanderos en condiciones precarias de salubridad usando cuchillos y en ocasiones hasta trozos de vidrio, la mortalidad de las muchachas por infecciones era relativamente alta. Por esa razón su familia no la llevaba a cabo ya que ponía en peligro la vida de las muchachas y con ello el potencial incremento patrimonial de los padres.

Lo que ni Kinjia ni ninguna de las otras seis muchachas sabía era que mientras ellas eran mantenidas de pie en medio de la desolada llanura vestidas en la forma descripta, en la aldea se llevaban a cabo arduas negociaciones entre sus padres y sus futuros maridos, en general hombres mayores que las niñas jamás habían visto, que normalmente tenían otras esposas de diversas edades y algunos de ellos de aspecto asqueroso. Las tratativas tenían por objeto determinar las dotes que los maridos pagarían por las muchachas a sus familias, las que estaban basadas en la belleza de la virgen. Kinjia ignoraba entonces que su pretendiente había convenido entregar veinte cabras, un camello y dos vacas por ella, un precio realmente exorbitante para una aldeana común y corriente, por lo que su padre se hallaba sumamente contento del pacto establecido.

 

Tanto el casamiento forzado de niñas y adolescentes como la mutilación ritual están estrictamente prohibidas en Kenia desde la época de la colonia inglesa, pero las tradiciones tribales tienen mucho más peso y originan más obediencia que la ley escrita por lo que se siguen practicando aun hoy día.

 

Un par de hombres en atuendos guerreros se aproximó y tomó por los brazos a una de las niñas, la que comenzó a gritar y patalear tratando de zafar de su situación de sujeción mientras era arrastrada hacia las chozas con el objeto, ignorado por ella, de ser entregada a su marido y comprador.

Las demás muchachas comenzaron a agitarse e intentar escapar pero varios hombres igualmente ataviados las tomaron en sus brazos y las redujeron. Kinjia había permanecido muda y quieta por el terror, de modo que el hombre que se acercó a ella estaba confiado en que no opondría resistencia, pero cuando se hallaba a dos pasos de la niña ésta se puso inesperadamente en movimiento, golpeó a hombre en la cabeza con una especie de bastón que le habían entregado como parte del atuendo matrimonial y se lanzó a correr por la planicie con una velocidad que ni siquiera ella sabía que podía desarrollar.

El hombre golpeado se repuso del atontamiento e inmediatamente salió en pos de Kinjia mientras que varios otros intentaron unirse a la persecución. En ese momento toda la tensión acumulada por el resto de las niñas estalló y cada una trató de salir corriendo en varias direcciones llevada por el terror. Los hombres vacilaron al ver el desorden totalmente inesperado e intentó atrapar a las muchachas en una acción completamente desconcertada.

Kinjia corrió como si sus pies se hubieran convertido en alas y no tardó el dejar atrás a su perseguidor, un hombre mayor al que finalmente los placeres de una vida disipada en la aldea cobraron su precio y cayó exhausto en tierra, cesando en su persecución.

La joven siguió su marcha veloz hasta que al darse vuelta constató que ya nadie la seguía, razón por la cual aflojó el ritmo y se contentó con trotar durante horas.

Un sentimiento de júbilo por la inesperada liberación invadió su joven pecho, sensación que experimentaba por primera vez en su vida y que jamás la habría de abandonar, convirtiéndose su recuerdo en un refugio para los momentos de ansiedad que habrían de sobrevenir.

Al cabo de un tiempo otro sentimiento se unió a la alegría por la libertad recién conquistada. La planicie yerma y desierta iba dejando lugar a un matorral cada vez más compacto que se transformó progresivamente en un bosque tropical cerrado. Recién entonces Kinjia se percató de que se hallaba perdida en un medio en el que jamás había estado, y del que había oído de niña relatos horribles referidas a bestias furiosas. La cabeza le daba vueltas por la fatiga y la continua descarga de adrenalina y no reparó en un nuevo peligro, las raíces de árboles escondidas entre la maleza alta. La muchacha tropezó y cayó pesadamente en el suelo, su cabeza golpeó con el tronco del mismo árbol y Kinjia perdió el sentido, rodando hasta que su pequeño cuerpo quedó en una hondonada angosta y profunda. Las sombras se apoderaron de su mente. No sintió la lluvia torrencial que se desató momentos más tarde llenando parcialmente el hoyo en que se encontraba la muchacha.

 

Kitwana continuaba corriendo a pesar de su edad. Su cuerpo fibroso era liviano y sus fuertes piernas aun lo mantenían. Los Masáis habían sido un pueblo de veloces corredores por incontables generaciones y la profesión de Kitwana le imponía recorrer largas distancias; por otra parte el encontrarse tan lejos de su aldea en el territorio Masái le producía una ansiedad para regresar a su boma que redoblaba sus fuerzas. La caída repentina de la lluvia torrencial lo obligó a buscar refugio en el bosque cercano y corrió hasta situarse bajo un árbol de ancha copa, aunque sabía que eso acrecentaba las chances de ser alcanzado por un rayo. En medio de la oscuridad del temporal de pronto resbaló en la hierba mojada y rodó por una pendiente hasta llegar el suelo, chapoteando en el agua del fondo del pozo. De pronto, al intentar ponerse de pie su cuerpo rozó algo que no era vegetal. Sorprendido tomó en sus manos lo que parecía un cuerpo humano y se estremeció al pensar que había chocado con un cadáver. Apenado levantó el cuerpo en sus brazos y por su escaso peso se percató de inmediato que era una mujer joven, casi una niña. Resbalando por el barrnaco consiguió emerger del hoyo y depositó su carga en el suelo en un sitio protegido de la lluvia por las ramas frondosas del árbol. Notó con tristeza que el cuerpo estaba helado y que la niña había tragado mucho agua del fondo del pozo, por lo que procedió a frotar su torso y oprimir su pecho tratando de revivirla. Kitwana pensó por un momento que ya nada podía hacer y que la joven estaba muerta, pero en una de sus maniobras de compresión del tórax la muchacha tosió y exhaló por la boca un espumarajo de agua sucia. Súbitamente esperanzado Kitwana prosiguió con sus fricciones hasta que la mujer abrió los ojos y lo miró fijamente en la oscuridad; de repente varios accesos de tos acompañada por vómitos sacudieron su cuerpo hasta que el ritmo de su respiración se normalizó y sus ojos volvieron a cerrarse; el Masai comprobó aliviado que la niña sólo estaba dormida, se quitó la piel de búfalo que abrigaba su cuerpo y cubrió con ella el de la muchacha.

 

El fuerte resplandor de un rayo de sol que atravesaba la fronda del árbol que la cubría despertó a Kinjia de su prolongado letargo. Su cuerpo aterido por el frio nocturno agradeció el suave calor que comenzó a invadirlo con el progresivo desplazamiento solar. Pasó un tiempo antes de que reuniera fuerzas para abrir los ojos y mover la cabeza. Poco a poco levantó el tronco de su cuerpo apoyándose sobre sus codos. Lo que entonces vio la desconcertó. Se hallaba cubierta con una gruesa piel de búfalo que obviamente la había protegido durante la noche; estaba bajo la copa de un frondoso árbol, sitio al que no sabía cómo había llegado. Llegó a sus oídos un suave susurro que prontamente distinguió como una melodía de la cual no comprendía las palabras. Al cabo de unos instantes de desorientación atisbó que sobre un calvero cercano al bosquecillo en que se hallaba se destacaba una figura humana; restregó sus ojos para aclarar su vista y pudo ver a un hombre alto y delgado, bastante anciano y un tanto encorvado, recubierto por una tela de colores rojo y blanco que envolvía su cuerpo. El hombre se acercaba y traía lo que parecía un cuenco hecho  con algún fruto grande el que salpicaba agua por los bordes. Por el aspecto físico y la indumentaria Kinjia reconoció a un Masái, un pueblo muy lejano de su tierra y del que había visto alguna vez algún miembro intercambiando chucherías con los pobladores de su aldea. El rostro del hombre la tranquilizó pues inspiraba confianza.

-¿Has despertado, mi niña?- La pregunta, en realidad una afirmación, había sido hecha en swahili, esa suerte de lingua franca con la que muchos africanos se entienden, por encima de sus dialectos tribales.

-¿Quién es usted?- La aun atemorizada joven contestó con otra pregunta.

-Me llamo Kitwana.

-¿Es usted Masái?

–  Sí, pero no temas. Aunque tengamos fama de guerreros yo soy un hombre de paz.

-¿No me va a hacer daño?

Por la pregunta Kitwana entendió que la muchacha había pasado por experiencias traumáticas que le hacían recelar de sus semejantes. Pacientemente se dispuso a ganar su confianza.

 

El anciano y Kinjia habían estado recorriendo durante cinco días la sabana keniana. Kitwana se dirigía hacia su aldea y había ofrecido a la joven que lo acompañara, dándole seguridad de que sería bien recibida en el poblado por el jefe tribal y sus súbditos. Como la muchacha no tenía ningún lugar donde volver ni conocía a nadie más fuera de su familia accedió a viajar con él, y se puso en sus manos. El hecho de que no intentara abusar físicamente de ella la tranquilizaba.

Una tarde habían acampado cerca de un arroyo y Kinjia había ido a buscar agua mientras que el anciano se había alejado intentando de cazar algunos pájaros o pequeños roedores para cenar esa noche. La joven venía cargando el pesado cuenco sujetándolo con ambas manos y concentrándose en él, por ello no vio que en su camino se hallaba la alforja de Kitwana y tropezó con ella, derramando un poco del líquido sobre el morral y en la tierra. Alarmada depositó el cuenco en el suelo y se agachó para secar la alforja; en ese momento se percató de que la bolsa se había abierto y varios elementos habían rodado sobre el suelo. Kinjia intentó recogerlos apresuradamente antes que el hombre volviera y se diera cuenta de su torpeza; fue en ese instante cuando vio dos objetos extraños que sin embargo le resultaban familiares. Se trataba de una cadena de ocho semillas cortadas por la mitad unidas por un hilo de fibra natural; las semillas estaban profusamente pintadas con colores vivos usando pigmentos también de origen natural.   La muchacha reconoció de inmediato un opele o cadena adivinatoria usada por los chamanes africanos en todo el centro del continente. Kinjia tomó el objeto en sus manos y lo examinó curiosa; estaba concentrada en él cuando en un momento determinado se sobresaltó al sentirse observada; en efecto Kitwana la miraba en silencio mientras sostenía unos pájaros colgando de un hilo.

Aterrada Kinjia soltó el artefacto que cayó en tierra y se puso de pie de un salto.

-Yo…no quería…el cuenco de agua.

Kitwana se acercó sonriendo y le puso una mano sobre el brazo intentando calmarla.

-No temas mi niña. Has descubierto mi secreto. No hay problemas, de todas maneras te lo hubiera contado yo mismo más tarde o más temprano. ¿Te interesa? ¿Quieres saber cómo se usa? Te enseñaré.

A partir de ese día Kitwana fue introduciendo a la joven en los secretos del esoterismo africano, tanto en las artes adivinatorias como en las técnicas más oscuras para sanar o dañar. Explicó la utilización del opele y de otros medios de adivinación con el uso de huesos de animales, así como la selección de hierbas y otros elementos para hacer pociones curativas o mágicas. El anciano se percató de inmediato que la muchacha era muy despierta y curiosa, obvios signos de inteligencia,  y en forma progresiva compartió generosamente con ella sus saberes ancestrales.

Finalmente llegaron a la aldea que era el hogar de Kitwana. Allí el viejo se adelantó y le dijo.

-Espérame aquí. Voy a hacerles saber a todos que vienes conmigo y que estás bajo mi protección.

 

Kitwana demostró ser una persona influyente en la tribu. Kinjia fue aceptada sin protestas por el resto de los miembros de la aldea, que suponían que el chamán la había elegido como su sucesora, y que en el futuro tendría entonces poder por sí misma. Como Kitwana no tenía familia la muchacha fue adoptada por la familia del jefe tribal Nkwame Obonyo, lo que incrementaba su prestigio. Las otras muchachas al comienzo sentían celos por la bella joven y se percataban de que era mirada en forma codiciosa por los jóvenes guerreros, pero Kinjia no daba señales es estar interesada en ellos, de modo que asumieron que, tal como su mentor Kitwana, la muchacha era homosexual de modo que dejaron de celarla.

El hechicero la llevaba consigo en sus excursiones para atender pacientes y se internaban en los bosques y praderas para seleccionar hierbas curativas.