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Episodio 1
La Provincia de Misiones constituye una cuña entre Brasil y Paraguay, separada casi completamente de ambos por ríos. Se trata del extremo nordeste de la Argentina, dotado de un clima semitropical por estar parcialmente situado al norte del Trópico de Capricornio. Desde fines del siglo XIX, esta provincia fue poblada por colonos procedentes de toda Europa, diciéndose que existen en la provincia 48 colectividades formadas por los descendientes de los inmigrantes en general europeos, las que se agregaron a la población nativa de criollos, mezcla de los conquistadores españoles y los indígenas guaraníes. A esta población se suman numerosos migrantes paraguayos y brasileños.
Nací en dicha provincia, posiblemente en alguna de las comunidades de origen eslavo que allí se han radicado. Aparentemente fui abandonado al nacer en el portal de una iglesia, de la cual fui transferido a un orfanato, que fue mi verdadero hogar y al cual le debo sin duda haberme apartado de la calle, a pesar de su precariedad de medios económicos y de la rudeza de las relaciones entre los niños, y entre estos y sus preceptores, que en ciertos casos no excluían el abuso.
Mis recuerdos se remontan a la edad de aproximadamente diez años, en las clases y juegos en el viejo patio de la institución. Fue para esa época que ingresó como encargada del pabellón de los niños varones la señora Teresa González de Pasiuk, una mujer que es ese momento tenía treinta años, de pequeña talla, cuerpo algo delgado pero bien formado, piel trigueña, rostro de facciones correctas y nobles, con ojos y cabello negros y brillantes. Todo su porte delataba el predominio de la sangre castellana, con algún lejano ingrediente de los pueblos originarios de la región Su carácter era sumamente reservado y poco demostrativo, lo cual quizás era un requisito para el desempeño de sus funciones en un medio revoltoso. Esta mujer tendría una influencia decisiva en mi vida.
La Sra. González, o simplemente la Señora, como la llamaban todos, me tomó un particular aprecio que se preocupó por ocultar seguramente para evitar habladurías sobre preferencias y trato desigual con los demás niños, pero que yo podía sin embargo percibir, principalmente en los pocos momentos en que nos encontrábamos juntos y un tanto separados del resto de los pupilos. Esta protección velada me evitó ser blanco de burlas o malos tratos por los otros niños más grandes, siendo que yo era uno de los pupilos de tez clara en el grupo. Más adelante, mi talla, superior a la de los demás niños, mi robusta contextura física y la adquisición de rudimentarios pero efectivos métodos de defensa por mi parte disuadieron a posibles hostigadores haciendo innecesaria toda protección física.
Como aprendí después, el ingreso de Teresa González al instituto produjo una cierta convulsión entre los directivos de la institución; ciertas trapisondas que tenían lugar con la compra de elementos de uso diario fueron cortados de raíz, se enfatizó el control del estado sanitario de los internos, que antes había estado bastante descuidado, no cumpliéndose incluso con los calendarios de vacunación y por último, la educación experimentó una mejora sustancial, seguida de cerca por la nueva encargada, docente de profesión. Todo esto le ganó un respeto indiscutido a la vez que rencores desde el comienzo de su gestión.
La mujer, de fuerte personalidad y en pleno uso del rol de autoridad que le había sido conferido, mantenía a raya a los muchachos más salvajes y agresivos, incluyendo la toma de medidas de disciplina draconianas en casos extremos. Eran en general los niños más débiles o nuevos los que se beneficiaban con esta actitud, pero yo siempre sentía que en mi caso había algo más. Su forma de acariciar mi cabeza cuando nadie observaba me creaba por un lado una sensación de seguridad y por otro un agradable cosquilleo, que se fue acentuando con el paso de algunos años. Los niños es este tipo de establecimientos rara vez reciben una caricia u otra muestra de afecto.
Cierta vez, tres pupilos que me venían molestando desde hacía algún tiempo me tendieron una celada en el parque cercano; eran acontecimientos usuales de pandillas internas, que buscaban establecer cierto tipo de liderazgo, pero yo me defendí fieramente y conseguí lastimarlos de consideración, a la vez que recibí numerosas cortaduras y magullones. Alertados por otros niños aparecieron la señora y dos preceptores que consiguieron desenredarnos con esfuerzo. La mujer se acercó a mí y observó preocupada las lastimaduras en mi cara y cuero cabelludo, limpiando una herida cortante en una ceja con su pañuelo. Luego miró a los tres agresores, y al verlos sangrantes y con sus caras hinchadas, creí notar un destello fugaz en sus ojos oscuros, que interpreté como signo de orgullo.
Más adelante, contando yo doce años, mi destino tuvo un giro que sería decisivo en mi vida. Los niños del orfanato fueron llevados en un ómnibus a conocer unas ruinas jesuíticas situadas a unos cien kilómetros de distancia. La Sra. González, que se había mostrado nerviosa y taciturna en los días anteriores, comunicó que debía quedarse para organizar un inventario de útiles de la escuela que funcionaba en el establecimiento y decidió que yo me quedase también para ayudarla en la tarea. Lógicamente me sentí un tanto frustrado por perderme uno de los pocos paseos que se realizaban a lo largo de cada año, pero las decisiones de la señora no eran discutidas; además, la expectativa de quedarme a solas con ella no me desagradaba; por el contrario, al reflexionar sobre la situación me fue invadiendo una mezcla de curiosidad y ansiedad.
Todos los demás niños y adultos del lugar partieron pues y quedamos los dos solos en el extenso predio.
Luego de realizar el recuento de elementos en la escuela, lo que nos llevó a lo sumo un par de horas, la señora me expresó que debíamos ir al dormitorio de varones para constatar si allí había elementos adicionales que inventariar. El cielo se había ido cubriendo de espesas nubes que prometían una de las tormentas no raras en esa parte del año. Terminada esta tarea, que demandó no más de media hora adicional, la mujer, a quien notaba particularmente desasosegada, me dijo que estaba cansada y se sentó en mi lecho, indicándome que hiciera lo mismo a su lado. Las camas estaban organizadas en largas filas con angostos pasillos en el medio. Así permanecimos uno junto al otro durante varios minutos, en la penumbra del dormitorio, que contaba con pocas ventanas. Al principio estaba yo expectante de lo que ella pudiera hacer pero el tiempo pasó sin alternativas. Poco a poco se hizo evidente para mí que la mujer estaba en un profundo estado de lucha interior, el que se me comunicó en forma de agitación. Sentía su pierna al lado de la mía y su cuerpo irradiaba calor. La sensación era placentera a la vez que inusitada; como he dicho antes, los niños abandonados no suelen tener proximidad física de otras personas, al menos sin ánimo agresivo.
Entre tanto, varios relámpagos iluminaron el cielo y su luz ingresó por las estrechas ventanas. Una ráfaga de viento fresco entró por las mismas mientras se oía el ruido de una lluvia torrencial que comenzaba a golpetear sobre los techos de chapas de los edificios.
Inesperadamente, como bajo el influjo de los eventos eléctricos de afuera, la señora rompió su estado de ensimismamiento. Pasó su mano por mi cabeza, diciéndome que le agradaban mis cabellos rubios, pero las palabras brotaban de sus labios con dificultad; aún para un inexperto como yo era evidente que ella estaba bajo los efectos de una tensión que cerraba su garganta. La sensación de su mano acariciándome me resultó extremadamente placentera, particularmente en esa sugerente atmósfera de semipenumbra y frescura.
Finalmente tomó mi mano izquierda y la apretó entre las suyas, primer contacto voluntario de su piel con la mía. Inmediatamente sentí un estremecimiento corriendo por mi espina dorsal como una descarga eléctrica. En efecto, el acto era deliberado y no consecuencia de ningún factor externo. Acercó sus labios a mi frente y deslizó un beso breve pero que me resultó pleno de significado, aunque no pudiera entonces precisar cuál. Por primera vez en mi vida me habían besado, y lo había hecho quien se estaba constituyendo en objeto creciente de mis expectativas.
Siguió otro tiempo de quietud, en el cual cada uno procesó las sensaciones de lo ocurrido hasta entonces. La lluvia arreciaba en el exterior, pero las amplias galerías y porches impedían que a pesar de las ventanas abiertas entrara en el pabellón. Yo observaba el rostro de la mujer en busca de signos que me preanunciaran lo que seguiría, mientras que ella miraba hacia delante, como si no desease observar mis ojos.
Aún retenía mi mano derecha entre las suyas, y en un momento la colocó sobre su regazo. Allí, con mi palma sobre su falda pude reconocer la forma de su muslo, y entonces experimenté una sensación de carácter diferente a las que había tenido hasta ese momento; mi cara se ruborizó mientras que en mi ingle comenzó una cierta comezón.
En forma totalmente instintiva, mi mano se deslizó hacia abajo, en dirección a sus rodillas, pero lo hizo con infinita lentitud, ya que por un lado era consciente de mi atrevimiento y por otro quería gozar de cada instante y cada milímetro del curso de mi movimiento. La miré directamente a los ojos, y por vez primera ella desvió su mirada que aún mantenía en una posición fija hacia el frente, en realidad el vacío, hacia mis ojos. Una sonrisa apareció en sus labios y sentí que había tomado una resolución firme, que hasta el momento había estado pendiente.
Mi mano llegó eventualmente al borde de su falda, y con la punta de mis dedos, rocé la piel de sus rodillas; como alarmado los retiré, pero luego volví a bajarlos, esta vez con decisión. Su cuerpo no se movió. Yo, alentado por la inexistencia de sanciones o reacciones desfavorables, proseguí mi lenta y amorosa exploración de sus piernas. Acaricié el frente de su rodilla izquierda, y luego la cara interna de la misma, y mientras mi mano proseguía acariciando suavemente su pantorrilla, agaché mi cabeza y besé su rodilla izquierda, luego la derecha, dejando marcas húmedas en su piel. Continué acariciando sus tobillos, y finalmente, abandoné mi posición sobre la cama y me arrodillé a sus pies. Quité su calzado y tomé un pie en mis manos y luego el otro; los pies eran pequeños y de bellas formas, y apenas rebasaban el tamaño de mis manos. La señora al principio pareció sentir cosquillas pero luego se adaptó a la situación. Aproximé mi boca a su empeine y lo besé, así como los distintas partes de cada pie. Y finalmente lamí cada una de sus plantas. La mujer me dejaba hacer, y en momento montó una de sus piernas sobre la otra en una posición femenina: en el movimiento, y dado que mi cabeza estaba a la altura de sus rodillas, pude vislumbrar fugazmente sus muslos y su ropa interior muy blanca.