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La Reina Africana

Género: romance erótico interracial

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Sinopsis:

En la Ruanda devastada por la masacre llevada a cabo por los hutus en la cual un millón de civiles tutsis fueron asesinados, un mercenario ruso es hallado seriamente herido por integrantes de la etnia tutsi, que viven en una aldea habitada solo por mujeres sobrevivientes de la matanza. Las mujeres adoptan al forastero con fines reproductivos y para llevar a cabo una dura venganza por el exterminio de su pueblo. Una médica zulú llega a la aldea y concibe sus propios planes para el hombre.

Novela vibrante con escenas eróticas y de violencia de alto voltaje.

 

Capítulo 1

Acostumbrada a la algarabía del bosque producida por mil aves  y los sonidos de escurridizos mamíferos, Nadege supo desde el comienzo que algo no andaba bien. El silencio que la acompañaba desde hacía un largo rato y del cual sumida en sus pensamientos recién ahora se había percatado, presagiaba algún evento que seguramente no habría de ser pacífico ni agradable. La muchacha supuso que podría tratarse de alguna fiera de la selva; en efecto, aunque ya eran raras un tiempo atrás algunos aldeanos habían denunciado que un leopardo enorme deambulaba por el bosque y había matado a varias de sus cabras.

Nedege adivinó que fuera lo que fuese la causa del silencio repentino se hallaría junto al arroyo de modo que se abrió paso en la maleza aproximándose en sentido descendente al cauce que se hallaba un poco más abajo.

La fronda le tapaba la visual de manera que aunque oía el rumor del agua al correr aun no podía ver el alegre espectáculo de su fluir.

Casi había llegado a la orilla cuando por fin vio las piedras del lecho y el agua discurriendo entre ellas. Miró en ambos sentidos y el corazón le dio un salto. Tendido en el fondo del arroyo un cuerpo obviamente humano yacía boca abajo totalmente inmóvil.

Terribles escenas de su niñez le asaltaron y le produjeron un episodio de angustia profunda. Escenas fantasmagóricas de centenares de cuerpos de hombres, mujeres y niños muertos a machetazos y abandonados en los campos y caminos por los milicianos asesinos hutus retornaron vívidamente a su mente y una mezcla de terror y odio volvieron a su espíritu. Tuvo la tentación de huir y negar mentalmente la escena que tenía frente a ella, pero un sentimiento humanitario se impuso. Saltando por sobre las piedras del cauce se acercó, y fue entonces que se percató que se trataba de un hombre blanco, de gran tamaño, cuya piel rubicunda se hallaba a la vista por estar totalmente desnudo. Nedege se acercó segura que no había nada que podía hacer por el hombre y ya estaba por retirarse  para pedir ayuda para sepultar el cuerpo cuando sus ojos percibieron algo que le pareció extraño de modo que se aproximó aún más. No había dudas, la mano izquierda del hombre presentaba unos movimientos que no eran debidos al agua, como si el hombre tratase de asir unas piedras que se encontraban bajo sus dedos.

Con un súbito gesto de alegría la muchacha dio vuelta de cuerpo y vio que se trataba de un hombre joven, de cabellos rubios y barba de varios días. Trató de reanimarlo pero no lo consiguió; se dio cuenta que debía sacarlo del curso del río para evitar la hipotermia que le paralizaría la funciones vitales o bien que al crecer el agua lo asfixiara. No había tiempo para regresar a la aldea y pedir refuerzos. Vio el tamaño del cuerpo del hombre y se preguntó si las fuerzas le alcanzarían para arrastrarlo hacia arriba de la barranca.

El cuerpo yacía de espaldas y la mujer consiguió despegar un poco el torso del lecho de la correntada lo que le permitió tomarlo por las axilas y comenzar a arrastrarlo penosamente por la empinada ladera. Realizó la tarea hasta que las fuerzas la abandonaron y cayó a su vez de espaldas sobre la hierba húmeda. Una vez que logró juntar otra vez algo de energías siguió apartando al desvanecido del curso de agua, y una vez que juzgó que su cometido estaba cumplido apoyó su mano sobre el pecho cubierto de vello de color claro. La piel del hombre estaba helada por la acción del agua corriendo y Nadege se dio cuenta de que debía restablecer el flujo sanguíneo de inmediato; para ello comenzó a frotar el torso y los miembros de toda su energía hasta que ciertas zonas se pusieron rojas; en un determinado momento decidió que ya la sangre comenzaba a circular. Acercó su rostro al del forastero y creyó percibir que su boca emanaba un aliento. Cuando fatigada se incorporó para relajar sus propios músculos contraídos su vista tropezó con un detalle que le resultó perturbador pero del cual instintivamente apartó la mirada. El miembro viril del hombre mostraba una gran erección, fruto sin dudas de la friega que ella misma había realizado.

Muy a su pesar sus ojos volvieron a posarse sobre el pene erecto, en parte por curiosidad y en parte por un impulso que le venía de muy adentro y que aunque la muchacha no quisiera reconocerlo era deseo. Una ola de calor la invadió y retrocedió un paso para alejarse de la tentación.

A los dieciocho años Nadege era virgen, a pesar de que la mayoría de las africanas son casadas a edades entre catorce y dieciséis años. Ese celibato no era una decisión de la muchacha sino que obedecía a la absoluta falta de hombres en la pequeña aldea luego de la matanza llevada a cabo por los milicianos hutus años atrás. La abuela materna de la muchacha había conseguido huir con las mujeres jóvenes de su clan y arrastrarlas a un recóndito túnel en medio de la jungla, cuya entrada se hallaba obstruida por ramas. Ese sitio había sido usado por la familia por generaciones para esconder algunos objetos de su propiedad  pero en esa oportunidad había servido para salvar a las mujeres de la carnicería.

 

Exhausta por el esfuerzo Nadege se sentó en la hierba cerca del cuerpo del hombre. Recién entonces, superado el momento de urgencia dictado por la necesidad de resucitar al caído, su mente comenzó a reflexionar sobre la situación en que involuntariamente se hallaba y sobre los pasos a dar. Era obvio que no podría mover al hombre y arrastrarlo hasta la aldea, pues eso estaba fuera de sus posibilidades físicas; por otra parte no sabía si Mukamutara- su abuela y matriarca que ejercía el liderazgo de la aldea y que era en definitiva quien tomaba todas las decisiones- aprobaría la presencia de un hombre en el escondido conjunto de chozas. Con toda seguridad no aprobaría la presencia de un hombre negro, pero Nadege ignoraba cuál sería la decisión en el caso de un blanco, cuya aparición era un caso extremadamente improbable en el poblado.

La joven se hallaba sumida en esas reflexiones cuando oyó un ruido que las sacó de sus abstracciones, algo así como un goteo. Al percatarse que la fuente de los sonidos era el hombre se acercó a él y constató que había vomitado agua, su respiración se había tornado agitada y sus ojos comenzaban a parpadear hasta quedar al final abiertos enfocados en lo alto. La muchacha quedó un instante mirando el color azul intenso de las pupilas, lo que constituía una novedad para ella. Finalmente el hombre percibió la presencia de ella y sus ojos se concentraron en la joven.

Instintivamente Nadege se sintió aliviada por la reacción del hombre que por diversos motivos tanto había causado impresión en su joven alma. Decidió hablarle en francés, idioma que hablaba en forma rudimentaria y era el único que conocía fuera del lenguaje tribal.

-¿Cómo se siente?- Fue lo único que atinó a decir.

Luego de unos instantes el hombre habló en el mismo idioma con un fuerte acento indescifrable, pero en vez de responder la pregunta inquirió a su vez.

-¿Dónde estoy?

-Lo encontré tirado en ese arroyo.-Contestó la muchacha. -Su cuerpo estaba helado y no hubiera durado mucho más en ese sitio.

El forastero incorporó su tronco apoyándose en sus codos y observó el curso de agua que la joven le señalaba. También miró su piel blanca teñida de  rojo por los efectos de la friega y se hizo cargo de la situación.

-¿Tú me encontraste?- Preguntó.

-Sí, y traté de reanimarlo.

-Me has salvado la vida- Murmuró el desconocido.- ¿Cómo te llamas?

-Nadege. ¿Y cuál es su nombre?

-Aleksander.- Sólo en ese momento el hombre se dio cuenta de su desnudez y la erección de su miembro e intentó en vano esconder la situación. Lentamente se puso de pie venciendo algunos mareos y sosteniéndose en el hombre de la muchacha. Le llevaba más de una cabeza de estatura, y a Nadege el contacto de ambos cuerpos le produjo un sentimiento de excitación poco frecuente en su vida pero ocultó su reacción.

-¿No has visto mis ropas y mis armas por aquí?- Preguntó el llamado Aleksander.

-No. No había nada. ¿Qué le ocurrió?

-Unos milicianos que vinieron conmigo desde el Congo se sublevaron y me dejaron abandonado donde me hallaste.

La revelación implicaba que el hombre era un militar y jefe de grupos insurgentes al servicio de traficantes de metales que explotaban a los nativos tanto en las Provincias de Kivu Norte y Sur en la vecina República Democrático del Congo como en la misma Ruanda donde se hallaban. Esos contingentes habían masacrado poblaciones enteras y eran la maldición de la región. A pesar de no haber salido nunca de su aldea Nadege tenía conocimiento de esos raids por historias contadas por los escasos viajeros, por lo que su aprensión aumentó. Pero la reacción de abandonar al hombre a su suerte y correr a refugiarse en el poblado era vencida por la atracción que el gigante blanco ejercía sobre ella.

Ambos vagaron sin rumbo, ya que la muchacha no se decidía a encaminarse al villorrio e introducir en él a quién podía ser un peligro mortal para sus moradoras.

Era evidente que las fuerzas iban regresando al cuerpo de Aleksander y pronto no necesitó apoyarse en el hombro de la joven aliviándole de la carga que suponía.

En un momento Nadege creyó oír unos ruidos provenientes de la floresta pero los mismos de repente cesaron. El blanco le hizo señas de que esperara pues obviamente necesitaba orinar y por pudor debía buscar privacidad. Nadege quedó momentáneamente sola en un claro del bosque tropical por unos instantes esperando el regreso del forastero.

La  aparición fue súbita y aterradora. Los tres milicianos hutus surgieron de alrededor el Nadege enarbolando sus machetes y formando un círculo en torno a ella. La desesperación invadió a la muchacha que conocía demasiado bien al  destino a que quedaba expuesta. Sería violada repetidamente y luego con toda probabilidad asesinada. Un grito de terror surgió de su garganta.

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Episodio 1

 

 

La Provincia de Misiones constituye una cuña entre Brasil y Paraguay, separada casi completamente de ambos por ríos. Se trata del extremo nordeste de la Argentina,  dotado de un  clima  semitropical por estar parcialmente situado al norte del Trópico de Capricornio. Desde fines del siglo XIX, esta provincia  fue poblada por colonos procedentes de toda Europa, diciéndose que existen en la provincia 48 colectividades formadas por los descendientes de los inmigrantes en general europeos, las que se agregaron a la población nativa de criollos, mezcla de los conquistadores españoles y los indígenas guaraníes. A esta población se suman numerosos migrantes paraguayos y brasileños.

Nací en dicha provincia, posiblemente en alguna de las comunidades de origen eslavo que allí se han radicado. Aparentemente fui abandonado al nacer en el portal de una iglesia, de la cual fui transferido a un orfanato, que fue mi verdadero hogar y al cual le debo sin duda haberme apartado de la calle, a  pesar de su precariedad de medios económicos y de la rudeza de las relaciones entre los niños, y entre estos y sus preceptores, que en ciertos casos no excluían el abuso.

Mis recuerdos se remontan a la edad de  aproximadamente diez años, en las clases y juegos en el viejo patio de la institución. Fue para esa época que ingresó como encargada del pabellón de los niños varones la señora Teresa González de Pasiuk, una mujer que es ese momento tenía  treinta  años, de pequeña talla, cuerpo algo delgado pero bien formado, piel trigueña, rostro de facciones correctas y nobles, con ojos y cabello negros y brillantes. Todo su porte delataba el predominio de la sangre castellana, con algún lejano ingrediente de los pueblos originarios de la región   Su carácter era sumamente reservado y poco demostrativo, lo cual quizás era un requisito para el desempeño de sus funciones en un medio revoltoso. Esta mujer tendría una influencia decisiva en mi  vida.

La Sra. González, o simplemente la Señora, como la llamaban todos, me tomó un particular aprecio que se preocupó por ocultar seguramente para evitar habladurías sobre preferencias y trato desigual con los demás niños, pero que yo podía sin embargo percibir, principalmente en los pocos momentos en que nos encontrábamos juntos y un tanto separados del resto de los pupilos. Esta protección velada  me evitó ser blanco de burlas o malos tratos por los otros niños más grandes, siendo que yo era uno de los pupilos de tez clara en el grupo. Más adelante, mi talla, superior a la de los demás niños, mi robusta contextura física y la adquisición de rudimentarios pero efectivos métodos de defensa por mi parte disuadieron a posibles hostigadores haciendo innecesaria toda protección física.

Como aprendí después, el ingreso de Teresa González al instituto produjo una cierta convulsión entre los directivos de la institución; ciertas trapisondas que tenían lugar con la compra de elementos de uso diario fueron cortados de raíz, se enfatizó el control del estado sanitario de los internos, que antes había estado bastante descuidado, no cumpliéndose incluso con los calendarios de vacunación y por último, la educación experimentó una mejora sustancial, seguida de cerca por la nueva encargada, docente de profesión. Todo esto le ganó un respeto indiscutido a la vez que rencores desde el comienzo de su gestión.

La mujer, de fuerte personalidad y  en pleno uso del rol de autoridad que le había sido conferido, mantenía a raya a los muchachos más salvajes y agresivos, incluyendo la toma de medidas de disciplina draconianas en casos extremos. Eran en general los niños más débiles o nuevos los que se beneficiaban con esta actitud, pero yo siempre sentía que en mi caso había algo más. Su forma de acariciar mi cabeza cuando nadie observaba  me creaba por un lado una sensación de seguridad  y por otro un agradable cosquilleo, que se fue acentuando con el paso de algunos años. Los niños es este tipo de establecimientos rara vez reciben una caricia u otra muestra de afecto.

Cierta vez, tres pupilos que me venían molestando desde hacía algún tiempo me tendieron una celada en el parque cercano; eran acontecimientos usuales de pandillas internas, que buscaban establecer cierto tipo de liderazgo, pero yo me defendí fieramente y conseguí lastimarlos de consideración, a la vez que recibí numerosas cortaduras y magullones. Alertados por otros niños aparecieron la señora y dos preceptores que consiguieron desenredarnos con esfuerzo. La mujer se acercó a mí y observó preocupada las lastimaduras en mi cara y cuero cabelludo, limpiando una herida cortante en una ceja con su pañuelo. Luego miró a los tres agresores, y al verlos sangrantes y con sus caras hinchadas, creí notar un destello fugaz en sus ojos oscuros, que interpreté como signo de orgullo.

 

Más adelante, contando yo doce años, mi destino tuvo un giro que sería decisivo en mi vida. Los niños del orfanato fueron llevados en un ómnibus a conocer unas ruinas jesuíticas situadas a unos cien kilómetros de distancia. La Sra. González, que se había mostrado nerviosa  y taciturna en los días anteriores, comunicó que debía quedarse para organizar un inventario de útiles de la escuela que funcionaba en el establecimiento y decidió que yo me quedase también para ayudarla en la tarea. Lógicamente me sentí un tanto frustrado por perderme uno de los pocos paseos que se realizaban a lo largo de cada año, pero las decisiones de la señora no eran discutidas;  además, la expectativa de quedarme a solas con ella no me desagradaba; por el contrario, al reflexionar sobre la situación me fue invadiendo una mezcla de curiosidad y ansiedad.

Todos los demás niños y adultos del lugar partieron pues y quedamos los dos solos en el extenso predio.

Luego de realizar el recuento de elementos en la escuela, lo que nos llevó a lo sumo un par de horas, la señora me expresó que debíamos ir al dormitorio de varones para constatar si allí había elementos adicionales que inventariar. El cielo se había ido cubriendo de espesas nubes que prometían una de las tormentas no raras en esa parte del año. Terminada esta tarea, que demandó no más de media hora adicional, la mujer, a quien notaba particularmente desasosegada, me dijo que estaba cansada y se sentó en mi lecho, indicándome que hiciera lo mismo a su lado. Las camas estaban organizadas en largas filas con angostos pasillos en el medio. Así  permanecimos uno junto al otro durante varios minutos, en la penumbra del dormitorio, que contaba con pocas ventanas. Al principio estaba yo expectante de lo que ella pudiera hacer pero el tiempo pasó sin alternativas. Poco a poco se hizo  evidente para mí que la mujer estaba en un profundo estado de lucha interior, el que se me comunicó en forma de agitación. Sentía su pierna al lado de la mía y su cuerpo irradiaba calor. La sensación era placentera a la vez que inusitada; como he dicho antes, los niños abandonados no suelen tener proximidad física de otras personas, al menos  sin ánimo agresivo.

Entre tanto, varios relámpagos iluminaron el cielo y su luz ingresó por las estrechas ventanas. Una ráfaga de viento fresco entró por las mismas mientras se oía el ruido de una lluvia torrencial que comenzaba a golpetear sobre los techos de chapas de los edificios.

Inesperadamente, como bajo el influjo de los eventos eléctricos de afuera, la señora rompió su estado de ensimismamiento. Pasó  su mano por mi cabeza, diciéndome que le agradaban mis cabellos rubios, pero las palabras brotaban de sus labios con dificultad; aún para un inexperto como yo era evidente que ella estaba bajo los efectos de una tensión  que cerraba su garganta. La sensación de su mano acariciándome me resultó extremadamente placentera, particularmente en esa sugerente atmósfera de semipenumbra y frescura.

 

Finalmente tomó mi mano izquierda y la apretó entre las suyas, primer contacto voluntario de su piel con la mía. Inmediatamente  sentí un estremecimiento corriendo por mi espina dorsal como una descarga eléctrica. En efecto, el acto era deliberado y no consecuencia de ningún factor externo. Acercó sus labios a mi frente y deslizó un beso breve pero que me resultó pleno de significado, aunque no pudiera entonces precisar cuál. Por primera vez en mi vida me habían besado, y lo había hecho quien se estaba constituyendo en objeto creciente de mis expectativas.

Siguió otro tiempo de quietud, en el cual cada uno procesó las sensaciones de lo ocurrido hasta entonces. La lluvia arreciaba en el exterior, pero las amplias  galerías y porches impedían que a pesar de las ventanas abiertas entrara en el pabellón. Yo observaba  el rostro de la mujer en busca de signos que me preanunciaran lo que seguiría, mientras que ella miraba hacia delante, como si no  desease  observar mis  ojos.

Aún retenía mi mano derecha entre las suyas, y en un momento la colocó sobre su regazo. Allí, con mi palma sobre su falda pude reconocer la forma de su muslo, y entonces experimenté una sensación de carácter diferente a  las que había tenido hasta ese momento; mi cara se ruborizó mientras que en mi ingle comenzó una cierta comezón.

En forma totalmente instintiva, mi mano se deslizó hacia abajo, en dirección a sus rodillas, pero lo hizo con infinita lentitud, ya que por un lado era consciente de mi atrevimiento y por otro quería gozar de cada instante y cada milímetro del curso de mi movimiento. La miré directamente a los ojos, y por vez primera ella desvió su mirada que aún mantenía en una  posición fija hacia el frente, en realidad el vacío, hacia  mis ojos. Una sonrisa apareció en sus labios y sentí que había tomado una resolución firme, que hasta el momento había estado pendiente.

Mi mano llegó eventualmente al borde de su falda, y con la punta de mis dedos, rocé la piel de sus rodillas; como alarmado los retiré, pero luego volví a bajarlos, esta vez con decisión. Su cuerpo no se movió. Yo, alentado por la inexistencia de sanciones o reacciones desfavorables, proseguí mi lenta y amorosa exploración de sus piernas. Acaricié el frente de su rodilla izquierda, y luego la cara interna de la misma, y mientras mi mano proseguía acariciando suavemente su pantorrilla, agaché mi cabeza y besé su rodilla izquierda, luego la derecha, dejando marcas húmedas en su piel. Continué acariciando sus tobillos, y finalmente, abandoné mi posición sobre la cama y me arrodillé a sus pies. Quité su calzado y tomé un pie en mis manos y luego el otro; los pies eran pequeños y de bellas formas, y apenas rebasaban el tamaño de mis manos. La señora al principio pareció sentir cosquillas pero luego se adaptó a la situación. Aproximé mi boca a su empeine y lo besé, así como los distintas partes de cada pie. Y finalmente lamí cada una de sus plantas. La mujer me dejaba hacer, y en momento montó una de sus piernas sobre la otra en una posición femenina: en el movimiento, y dado que mi cabeza estaba a la altura de sus rodillas, pude vislumbrar fugazmente sus muslos y su ropa interior muy blanca.